Nos encontramos en un momento crucial en el reto frente al cambio climático, o, en un sentido más amplio, lo que ha venido designándose como la crisis ecosocial.
La actual crisis sanitaria no es un aviso de la naturaleza, pero sí ha puesto de manifiesto la estrecha interrelación entre medio ambiente y salud humana, así como la vulnerabilidad de nuestros sistemas económicos y sociales.
A lo largo de este año se han venido sucediendo las publicaciones sobre la relación entre la pandemia de COVID-19 y la degradación ambiental. Uno de los últimos estudios señala que el cambio climático ha podido influir en la aparición del brote de SARS-CoV-2, debido al aumento en el número de murciélagos portadores de coronavirus como consecuencia de la transformación de los bosques tropicales de matorrales – propios de la región china de Yunnan y zonas limítrofes de Myanmar y Laos – en ecosistemas más propicios para este animal.
Por otro lado, desde el inicio de la pandemia diversos expertos, así como organizaciones internacionales como el PNUMA, han venido señalando la relación causal entre deforestación, el avance de la ganadería industrial, y aparición de enfermedades zoonóticas como la COVID-19. Al mismo tiempo, hemos visto cómo la sintomatología por COVID-19 resulta más grave en personas con sobrepeso y obesidad. Uno de los principales puntos en común entre los resultados de estas investigaciones es la influencia del sistema agroalimentario.
El sistema agroalimentario es uno de los principales emisores de gases de efecto invernadero. Alrededor de un cuarto de las emisiones globales de estos gases se producen en alguna de las fases de la cadena alimentaria. El 80% de las emisiones corresponde a las primeras fases: el cambio de uso de suelo y las explotaciones agrarias, incluyendo los insumos y materiales necesarios para la producción agrícola y ganadera. La mitigación del cambio climático ha de focalizar en todas las fases de la cadena alimentaria, pero su potencial es significativamente mayor en las decisiones sobre qué alimentos se producen y cómo. Y, lo que se produce, está estrecha – y lógicamente – relacionado con lo que se demanda y consume.
En los últimos años se han multiplicado los estudios sobre el impacto del consumo alimentario en el cambio climático, señalando los beneficios esperados de la adopción de dietas ricas en alimentos de origen vegetal. Estas evidencias científicas fueron recogidas por el IPCC en su informe “Cambio Climático y Uso de la Tierra” de 2019, señalando el cambio de dietas como una de las cinco medidas – de un total de 28 – con mayor potencial de reducción de las emisiones y nivel de confianza dentro del sector agroalimentario (pág. 26).
Al mismo tiempo, la transición hacia dietas saludables bajas en proteína animal se relaciona con múltiples beneficios para la salud y con la reducción tanto del riesgo de mortalidad y como de padecer enfermedad coronaria, cáncer colorrectal, diabetes e ictus. Establecer el consumo ideal de alimentos de origen animal es una labor muy complicada, pero las referencias se sitúan entre un máximo de 300 o 390 gramos a la semana para los alimentos cárnicos y los 1,7–2 litros para los lácteos (también máximo).
Sin embargo, nos encontramos todavía muy lejos de estos objetivos. En el mundo se consumen más de 43 kilos de carne al año, lo que representa más de 800 gramos a la semana. Este dato esconde una gran disparidad entre países, desde la India, con un consumo medio de 72 gramos a la semana, a Estados Unidos, con casi 2 kilos y medio. En España, con casi dos kilos de media, es el quinto país en el que más carne se consume.
Este último dato llama la atención, ya que, en España, como en el resto de países del Mediterráneo, nuestro patrimonio cultural incluye una dieta cuyos reconocidos beneficios para la salud hicieron que en 2010 fuera declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO. Al estar basada en alimentos vegetales, la dieta mediterránea no solo es más saludable sino también más sostenible que el patrón dietético seguido mayoritariamente en España.
El actual sistema alimentario no solo está en el centro de lo que se denomina como la sindemia global de obesidad, malnutrición y cambio climático, sino que, de no cambiar nuestros hábitos alimentarios, cada vez resultará más difícil alimentar a la población mundial. La demanda mundial de proteína animal no para de crecer, tanto en aquellos países donde el consumo medio es bajo, como en los países donde el consumo es excesivo en términos de salud y sostenibilidad ambiental. Hasta ahora la esperanza para suplir esta demanda se ha centrado en la expansión de la ganadería intensiva y en las mejoras de la eficiencia.
Sin embargo, como ocurre con otras fantasías del crecimiento ilimitado, resulta cada vez más evidente que las mejoras en la eficiencia tienen su límite, y no será posible suplir la futura demanda global de alimentos cárnicos. No solo es que el consumo excesivo de proteína animal suponga unos gastos insostenibles para los sistemas de salud, o que ponga en riesgo los objetivos de lograr la neutralidad de carbono: es que el estancamiento en la productividad en los años a venir impedirá seguir aumentando la producción.
Es urgente y necesario volver a cambiar de dieta, pero esta vez para mejor. Por suerte, cada vez contamos con más información y recursos que nos ayudan a identificar lo que es una dieta sostenible y saludable. Los beneficios para mejorar la forma en que nos alimentamos son múltiples, mientras que las principales barreras son el desconocimiento, la rutina y la publicidad engañosa: y todas se pueden superar.